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8. Yo soy tu pa...

Walter respiró hondo antes hablar.

– Tu padre y yo nos conocimos hace muchos años. Cuando todavía éramos muy jóvenes y aún no entendíamos del todo lo que era “la Araña”. Era mi mejor amigo, siempre tuve un lugar en su casa y con tus abuelos. Cuando se casó con tu madre yo les ayudé a desligarse de “la Araña”.

– ¿Y por qué estás aquí ahora? – le preguntó Arthur desconfiado.

– Por tu padre.

– Por mi padre… – repitió enarcando las cejas.

Walter asintió.

– Le prometí que siempre cuidaría de ti –Arthur no sabía cómo tomarse aquellas palabras viniendo de un hombre que aparentemente le sacaba unos pocos años–. Le prometí que no dejaría que te pasara nada malo si podía evitarlo y por eso estoy aquí. Puede que tú no te acuerdes, porque eras muy pequeño, pero tus padres me nombraron tu padrino.

– ¿Tienes alguna prueba de que lo que dices es verdad? – preguntó Lily a su lado. La muchacha evaluaba a Walter con cuidado, sin aflojar el agarre sobre la pistola con la que estaba apuntando al recién llegado.

Walter se movió muy despacio, tratando de dejar la mano siempre a la vista y de no hacer ningún movimiento brusco. Se metió la mano en un bolsillo y sacó su cartera. La abrió y se la tendió a Arthur para que pudiera ver bien la foto que guardaba allí. 

Arthur dejó caer la mandíbula de la impresión.

Él estaba en la foto. Estaba en brazos de su padre, no debía de tener más de un año, aferrado a su peluche de jirafa, su juguete favorito. Junto a su padre, pasando un brazo sobre sus hombros, estaba Walter. Parecía más joven, igual que su padre. Los tres sonreían a cámara.

Arthur pasó la vista de la fotografía a Walter y de nuevo a la fotografía.​​

Henry y Walter con Arthur en brazos

– ¿Y por qué no te conozco? ¿Por qué…?

– Tú padre tenía su vida. Os tenía a tu madre y a ti y os quería con locura. Pensé que lo mejor sería alejarme y eso hice.

Aquellas palabras suscitaron muchas preguntas acerca de ese hombre y su padre, no obstante, intuía que nada de lo que les había contado era mentira.

Bajó el arma, le puso el seguro y se la guardó en la parte trasera del cinturón mientras miraba a Lily y asentía. Walter se contuvo de protestar al ver que no le devolvía el arma y Lily dejó de apuntarle.

– Solo quiero ayudaros– reiteró Walter.

Arthur lo observó una última vez de arriba a abajo.

– Estamos buscando una cerradura. Tenemos una llave pero no sabemos que abre– le confió. Lily a su lado cogió aire con fuerza, aunque no protestó–. Podría ser una puerta, una caja, un cajón… cualquier cosa.

Walter asintió.

Revisaron hasta el último rincón del atelier. Una pequeña distracción por parte de Lily le brindó a Arthur incluso la oportunidad de colarse en el almacén y los talleres y registrarlos rápidamente. El resultado fue igual de frustrante que cada uno de los acontecimientos que habían estado relacionados con aquella ridícula llave. Se marcharon con las manos tan vacías como habían entrado.

Walter fue el primero en hablar cuando la puerta del atelier se cerró tras ellos con el sonido de su campanilla.

– No deberías volver a la posada. A estas alturas ya sabrán que estuvisteis allí y os estarán esperando por si se os ocurre volver. No creo que haya una sola pensión en la que podáis instalaros sin que os encuentren al instante. Además, sabiendo lo que se nos viene encima, es mala idea– dijo lanzándole una mirada de reproche.

– ¿A qué se refiere?– Su compañera se giró hacia él para preguntarle.

Incapaz de contestarle con la verdad, Arthur negó con la cabeza.

– Te lo contaré más tarde.

– ¿Qué sugieres? – preguntó Lily entonces encarando a Walter.

– Tengo un piso seguro en Bloomsbury. Mientras nos ocultemos bien para llegar, debería de seguir siendo seguro.

Arthur y Lily intercambiaron miradas y esta vez fue el turno de la muchacha de asentir en conformidad. No pasó por alto como su mano se acercó al bolsillo donde ocultaba el revólver.

Walter los guió hasta un edificio victoriano de Bloomsbury. La segunda planta era territorio de Walter. Apenas había más muebles de los necesarios. Una mesa, cuatro sillas y un sofá. No había cuadros ni fotografías. El único rastro de personalidad o vida real lo proporcionaba una pila de libros instalada junto al sofá.

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