3. Abogado y notario
Arthur retiró su abrigo de una de las sillas y ofreció asiento a los dos hombres que acababan de llamar a su puerta. El señor Michaelson y su compañero se acomodaron. Sus instintos de policía saltaron con el movimiento. Llevaba trabajando en el cuerpo los años suficientes como para saber cuándo alguien llevaba un arma bajo la ropa.
Sacudió la cabeza dibujando una sonrisa amable en sus labios y llamándose paranoico.
– ¿Puedo ofrecerles algo? –ambos negaron con la cabeza–. Ustedes me dirán.
Tampoco parecía muy normal que hubieran sido ellos quienes habían ido a su casa. Antes de que todo se volviera una locura él ya había consultado el horario de atención del abogado de sus padres. No se había mencionado por ninguna parte la posibilidad de una visita a domicilio.
– Sus padres quisieron dejarlo todo atado para que usted no tuviera que preocuparse por nada –fue explicando el abogado, si es que era abogado siquiera.
El hombre continuó hablando mientras echaba mano de su maletín. Arthur no lo escuchaba. Toda su atención estaba centrada en estudiar cada detalle para obtener la confirmación de lo que ya le estaba diciendo su instinto: ahí había algo extraño y esos dos no eran trigo limpio.
Se giró hacia el señor Fletcher, a quien había evitado mirar al sentir sus ojos encima de él de continuo. Seguía con la vista clavada en él, pero no fue eso en lo que se fijó Arthur, si no en el pin que llevaba en la chaqueta. Una pequeña araña de oro.
Arthur agarró la mesa por abajo y la levantó, lanzándosela a los dos hombres, antes de que Michaelson pudiera sacar nada de su maletín. Uno de sus mentores en el cuerpo de policía le había enseñado una valiosa lección hacía mucho: un solo acontecimiento puede ser aislado, dos una coincidencia, pero tres eran una pauta.
Arthur salió corriendo justo cuando los dos hombres esquivaban el mueble para abalanzarse sobre él. El señor Fletcher ya arma en mano.
