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4. Devorado por las llamas

Supo que algo iba mal antes incluso de ver el hotel. El revuelo no era un buen presagio y las cenizas ya se arremolinaban en el aire cuando Arthur dobló la esquina y el hostal apareció delante de él. 

Estaba en llamas. Sus clientes se mezclaban con los viandantes asombrados y asustados en la calle. El fuego se había extendido con virulencia y asomaba casi por cada ventana. Los altos edificios habían ocultado el humo negro que se alzaba hacia el cielo y que de un momento a otro cubriría el propio sol.

Arthur se abalanzó sobre el trabajador que los había atendido esa mañana.

– El hombre que venía conmigo, ¿le ha visto salir? – le preguntó agarrándole por los hombros.

– No lo sé– contestó el hombre.

Fue de persona en persona, preguntándole a todos aquellos con los que se había cruzado ese día si habían visto a Peter. Ninguno supo contestarle. Justo cuando estaba a punto de tirar la toalla, valorando si merecía la pena entrar a buscarle o asumir que había logrado escapar, una mujer que le había escuchado preguntar intervino.

– Sigue dentro.

Arthur maldijo entre dientes y, antes de que ninguno de los presentes pudiera detenerle, echó a correr hacia la puerta del hostal, directo hacia las escaleras. Apenas frenó unos instantes para mojar un pañuelo en uno de los cubos de agua que acarreaban los vecinos para cubrirse la boca. Los gritos a su espalda le pidieron que se detuviese, pero Arthur los ignoró.

Fuego

Dentro del edificio el calor era abrasador y su pañuelo húmedo le proporcionó alivio durante muy poco tiempo. Se apresuró a subir las escaleras, el techo ya empezaba a arder y no tardaría mucho en venírsele abajo.

Avanzó hasta su habitación evitando los focos de fuego todo lo que pudo. La puerta estaba abierta. Por un segundo, eso avivó sus esperanzas de que Peter hubiera logrado salir después de todo.

Sin embargo, al asomarse dentro notó como se le caía el alma a los pies. Peter estaba allí, su cuerpo estaba tendido en el suelo, la mitad siendo ya pasto de las llamas. 

Apartó la vista de aquella truculenta imagen para encontrarse con otra persona devolviéndole la vista al otro lado del pasillo.

El fuego, el humo y los ojos que se le habían irritado por mezcla de los dos anteriores le dificultaron la visión. Aunque no lo suficiente como para no ver la araña que adornaba su abrigo.

Con el corazón en la garganta y la mano aferrada al libro que le había dado Taylor y que continuaba oculto en su propia chaqueta se precipitó de vuelta al exterior notando los pulmones arder.

Tenía que salir de allí, tenía que huir, tenía que esconderse.

El Museo Británico y su goteo incesante de turistas fue el único cuantos se cruzó que consideró seguro. Subió su escalinata e intentó perderse entre obras de arte y reliquias del mundo antiguo y, por un momento, se permitió detenerse a recuperar el aliento.

Fue el momento en que una mano se aferró a su hombro.

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